sábado, 6 de noviembre de 2010

Humillados y Ofendidos

Mi libro favorito de Fiodor Dostoyevski.

Esta parte del libro, por la descripción y precisión en el detalle, es de mis favoritas:

¡Es portentoso lo que puede hacer un rayo de sol en el alma de un hombre!
Pero el rayo de sol se fue; el frío arreció y empezó a picar en la nariz; las sombras se adensaron; el gas de los almacenes y tiendas refulgía. Al pasar frente a la pastelería de Müller me quedé parado, como esperando algún acontecimiento, algo que presentía extraordinario y, efectivamente, en ese mismo momento pude ver en la acera de enfrente a aquel anciano con su perro. Recuerdo cómo se estremeció mi corazón bajo el peso de una sensación desagradable, sin poder explicarme por qué. No soy ningún místico, no creo en corazonadas ni en presentimientos y, sin embargo, me han sucedido cosas muy difíciles de explicar como fenómenos conocidos y naturales. Por ejemplo: ¿por qué la aparición de aquel viejo me pareció el anuncio de algo extraordinario? ¿Es que mi fiebre y malestar me hacían creer engañosas ideas?
El viejo se dirigía a la pastelería, se acercaba con paso lento, inseguro, descansando en sus piernas como en dos trozos de madera inarticulados, encorvado, hincando su bastón entre las piedras de la calle.
Nunca antes me había parecido una figura tan rara. Cuando me lo había encontrado en la casa de Müller, sólo me había producido una triste impresión. Su alta estatura, sus encorvados hombros, su cara de ochenta años, de aspecto cadavérico, su raído paleto, su sombrero redondo, todo abollado y roto, que podía contar muy bien con más de 20 años de servicio en su cabeza sin pelo - y que solamente conservaba en la nuca un mechón de ellos, no ya blancos, sino amarillos _ su movimiento de autómata, todo en él chocaba a quien le veía por primera vez.
Hacía raro efecto ver a aquel viejo superviviente, por así decirlo, sin tutela ni vigilancia y que parecía un loco fugado del manicomio.  Era de una delgadez infinita, incorpórea, un armazón de huesos y piel. Los ojos grandes y tiernos, rodeados de profundas ojeras, miraban siempre al vacío, sin parecer enterarse de lo que los rodeaba, y pude comprobar que aún poniéndome delante de él seguía andando como si nada obstruyera su camino, como si el espacio estuviera despejado. Los habituales concurrentes a la pastelería nunca se habían decidido a dirigirle la palabra, y él tampoco había interpelado nunca a nadie.
"¿Pero por qué irá a casa de Müller y qué tendrá que hacer allí?", pensaba yo, parado al otro lado de la calle y contemplándole a pesar mío. Algo de enojo, consecuencia de la enfermedad y el cansancio, se apoderaba de mí.
"¿En qué irá pensando?", continué diciéndome para mis adentros. "¿Qué revolverá en su cabeza?, ¿Pero pensará siquiera algo?". Tenía una cara hasta tal punto muerta que había perdido toda su expresión. ¿Y también de donde habrá sacado a ese perro sarnoso que no se separaba de él, como si los dos juntos formaran un todo inseparable, y que tanto se le parecía?
Aquel desdichado perro parecía tener también ochenta años; sí, no tenía más remedio que tenerlos. En primer lugar por su aspecto cadavérico denotaba una ancianidad impropia de un perro, y además, ¿por qué a mi desde que lo vi por primera vez, se me ocurrió imaginar que era un perro extraordinario, que irremisiblemente debía tener algo de fantástico, de mágico, que acaso fuera una forma de Mefistófeles en forma de perro, y su surte, de alguna forma misteriosa, ignorada, estaba ligada la de su dueño? Nada más de verlo adivinabais que debían haber transcurrido veinte años desde la última vez que comió. Su delgadez era como la de un esqueleto o (¿qué más?) como la de su amo. El pelo lo había perdido todo, y el rabo, que le colgaba como un palo, siempre muy torcido, lo llevaba metido entre las piernas. Su cabeza, larga y flaca, siempre miraba al suelo. En mi vida había visto un perro tan repelente.
Cuando los dos iban por la calle - el amo adelante y el chucho detrás -, este le rozaba a aquel el hocico con los faldones del paleto, como pegado a ellos. Y su modo de andar y toda su facha parecían decir a cada paso: "¡Qué viejos somos, Señor, qué viejos somos!".

No hay comentarios:

Publicar un comentario